domingo, 29 de abril de 2018

11 AQUEL 1º DE MAYO



El tumulto no le dejaba casi ni respirar. Estaba rodeado de hombres más altos y fornidos que él y eso le impedía sacar la cabeza para ver qué ocurría sobre el entarimado. Dando empujones y codazos consiguió acercarse hasta un árbol de la plaza. Venancio sabía trepar a la copa de los árboles con mucha habilidad, porque desde muy niño lo había hecho para buscar los huevos de los nidos. Sin mucho esfuerzo se encaramó a éste. Se sentó en una de las ramas más resistentes y así consiguió elevarse por encima de las cabezas de todos los que se apretujaban alrededor del entablado.  Allí arriba había un solo hombre que, reclinado sobre un atril, se dirigía al auditorio con voz vehemente. No sólo hablaba, sino que también agitaba su mano derecha con unos papeles. El orador iba vestido con una chaqueta y unos pantalones rayados raídos por el uso. De su cara destacaba la frente amplia contrarrestada por unos bigotes y perilla. Venancio, sentado en su improvisada atalaya, siguió el discurso cómodamente
-Y en verdad os digo –atronó el orador como si de un predicador religioso se tratase. –Que si los obreros no tomamos las riendas de nuestro futuro nunca tendremos la oportunidad de derrotar a la clase dirigente. El poder nos aplastará como a una nuez y cada día nos hundiremos más en la miseria. –Hizo una pausa para observar los rostros de los que le escuchaba. –Nos quieren toscos, analfabetos y por eso no les gusta que inauguremos nuevas escuelas. Nuestras armas son el papel y la pluma. Educad a vuestros hijos. Son nuestro mañana, por eso deben aprender a leer y escribir y sólo así podrán defenderse del poder que nos aplasta. El analfabetismo, la incultura, esas son las enfermedades que atacan con más virulencia al obrero. ¿De qué te sirve llenar el estómago con la sopa boba que te da el amo si tienes la cabeza vacía y no puedes decidir tu vida?
El orador hizo un silencio dejando la pregunta en suspenso, aunque tampoco esperaba una respuesta a su intervención, por eso, cuando retomó la palabra, le sorprendió oír una voz, de entre la multitud, que se elevaba para replicarle:
-Con el estómago vació no se puede hacer nada, compañero. Ellos nos tienen atrapados. Lo controlan todo, desde los precios hasta nuestra hambre, por eso no podemos dejar de obedecerles.
El público se volvió hacia el nuevo orador que resultó ser un joven vestido con blusa de albañil y alpargatas. Instintivamente, los que estaban a su alrededor se separaron de él para dejarle espacio. Uno de los allí reunidos le acercó una silla para que se subiese a ella como una improvisada tarima.
-Los amos saben lo que hacen. Nos tienen contentos con un jornal y mantienen nuestros estómagos llenos, pero sólo con lo justo para que no nos muramos de hambre y podamos servirles. Creo que ya ha llegado el momento de actuar, pero para ello debemos unirnos y derribar a los explotadores y sólo será posible con la fuerza de las armas.
-Te equivocas, joven inquieto –le replicó el orador del entarimado. –Al amo sólo se le puede vencer con sus mismas armas y esas sólo se consiguen igualándole en los conocimientos. La violencia nunca conduce a buen puerto. ¿De qué nos sirve ser más fuertes si no conseguimos rebatirles en su propio campo? La educación y el conocimiento es la única forma de recuperar lo que pertenece al pueblo.
Y entre ambos, las réplicas y contrarréplicas de uno defensor de la educación y del otro, que arengaba por la acción directa. Durante bastante tiempo discursearon sobre sus posiciones hasta que los obreros reunidos a su alrededor mostraron cierto cansancio de aquella situación que no parecía llevarles a ningún sitio. Poco a poco, creció un cierto murmullo de descontento y, en ese instante, un tercer orador, medió entre ambos.
-Os recuerdo que estamos celebrando la fiesta del 1º de mayo y ésta se caracteriza por la paz y la armonía entre los propios obreros. –Gritó vehemente el tercer orador. – No es el momento apropiado para que nos peleemos entre nosotros, sino que debemos disfrutar del único día festivo que disponemos el gremio de los albañiles.
Con aquella intervención se dio por zanjada la discusión que no parecía llevar a ningún lado. El murmullo de todos los asistentes en la plaza se vio amainado cuando se anunció la actuación de una compañía amateur de teatro que representaría el Juan José de Joaquín Dicenta.
Venancio observó, desde su lugar privilegiado, todas las operaciones de retirada del atril usado por el orador. Se colocó un sencillo telón, junto con unas mesas y sillas, como únicos elementos de decorado. Y al poco tiempo comenzó la representación. En aquella obra se narraban los amoríos entre un peón de obra y una obrera de una fábrica. A pesar de que los actores ponían mucho empeño en dramatizar los diálogos, a Venancio, pronto le cansó aquella trágica historia que no le aportaba nada que no conociese de antemano, por lo que, desde su árbol atalaya, se dedicó a contemplar a los espectadores. Miró sus rostros a la espera de encontrar gestos de hastío ante semejante redundancia, sin embargo, se sorprendió al escrutar las caras de los albañiles, curtidas por el sol, que derramaban alguna que otra lágrima. Atendían, las lamentaciones de los protagonistas del archiconocido melodrama obrero, como si fuese la primera vez que lo escuchasen.
Venancio, pensó que ya había visto suficiente de la obra. Dio un salto para bajarse del árbol y se encaminó hacia la calle adyacente a la plaza.  Con paso rápido bordeó la fachada del edificio consistorial cuando se fijó en dos niños, de aspecto famélico, que rebuscaban entre unas basuras amontonadas junto a uno de los portales. Venancio sintió lástima por ellos. A su mente acudieron las palabras que infinidad de veces le había dicho su padre cuando se quejaba por su condición de obrero pobre.
“Antes de llorar tu suerte echa un vistazo a tu alrededor y seguro que encontrarás a otro en peores condiciones que tú.”
 Venancio, instintivamente, se llevó la mano al bolsillo y apretó las monedas que aún le quedaban de su última paga. Volvió a mirar a los niños y tomó la decisión de acercarse hasta ellos, pero se detuvo al escuchar unas carcajadas. Retrocedió y se colocó en la penumbra de uno de los ángulos de la fachada del ayuntamiento. Las carcajadas se aproximaban hacia él. Se trataba de dos tunantes vestidos con chaqueta y pantalón de pernera estrecha. Se cubrían la cabeza con sendos sombreros de pequeña ala. Completaban su atuendo de golfos con un bastón de abedul en la mano. Los miró detenidamente y, a pesar de su actitud chulesca, propia de unos señoritos, sus prendas estaban deslustradas por el uso continuado lo que delataba su baja condición.  Venancio continuó guarecido en la penumbra de la esquina del edificio y evitar el contacto con aquellos dos que, seguramente, le habrían dirigido algún que otro insulto por su vestimenta de peón de albañilería. Sin embargo, no hizo falta tal precaución por su parte ya que estos dos rufianes se dirigieron hacia los dos niños mendigos que rebuscaban entre los andrajos.
-¡Eh! ladronzuelos ¿qué estáis robando? –Les gritó uno de los dos tipos con tono desagradable.
Los dos niños se quedaron inmóviles sin saber muy bien qué hacer. El que parecía algo más avispado intentó tomar al otro de la mano e escapar de un posible problema, pero el bribón que les había interrogado fue más ágil que él y, con el bastón, le impidió el paso.
-No huyas, raterito. –Le gritó. –Cuando te hablo quiero que me prestes atención.
El otro tunante no dejaba de reír como si aquella situación resultase ser lo más cómico del mundo. Su colega, al escuchar sus risas, aún se envalentonó más ante los pobres niños.
-A ver, sacad lo que tengáis en vuestros bolsillos sino os denunciaré.
El niño más pequeño de tan asustado como estaba se puso a gimotear y se agarró al otro como queriendo que éste le protegiese de aquellos dos bellacos.
-No te pongas a llorar, ratita inmunda. –Lo insultó. –Tú, lo que tienes que hacer, es besarme los pies. ¡Eh!, tú, el que se cree más valiente de los dos –le dijo al otro niño colocándole el bastón en el pecho. –Agáchate para que pueda ponerte el botín encima y este llorón me lo limpiará.
El otro rufián, entre grandes carcajadas, aplaudió la ocurrencia de la vejación que su amigo proponía.
-Y ahora me limpias el zapato con la lengua. –Colocó su pie sobre la espalda del niño para que el otro pudiese realizar la operación. –Los quiero bien lustrados.
El niño rompió a llorar y el rufián lo cogió, por el pescuezo, para inclinarlo sobre el zapato, pero, en ese instante, se escuchó una voz que le ordenó que se detuviese.
-Deja a esos niños en paz, ¡mal nacido!
Venancio todavía permanecía expectante en la penumbra a todo. Al oír aquella voz sacó un poco la cabeza para ver quién defendía a los niños mendigos. Se sorprendió al comprobar que se trataba de uno de los oradores que replicó al ponente de la tarima.
-¿Y tú quién eres para ordenarme nada a mí, sucio albañil? –Le contestó el truhan con tono de superioridad.
El albañil orador no le contestó, pero le propinó un golpe con un bastón que llevaba en las manos. El rufián perdió el equilibrio y cayó al suelo. A continuación, con gran destreza, se dirigió hacia el otro perillán que arrinconó, con gran facilidad, con el extremo del cayado. A ambos se les heló la risa de inmediato.
-Y ahora soy yo el que os digo que os vaciéis los bolsillos. Sacad todo lo que lleváis en ellos.
Tanto los niños como Venancio se quedaron inmóviles sin saber qué hacer ante tal sorprendente alarde de caballerosidad del anónimo obrero.
El albañil, con una increíble agilidad, le tendió la mano al niño que se había agachado y le ayudó a incorporase. Con un gesto, le indicó que se quedase junto al otro niño que ya no lloraba, pero continuaba temblando.
El rufián, que permanecía tumbado en el suelo, intentó incorporarse, sin embargo, el albañil orador le colocó sobre la garganta su pie calzado con alpargatas de esparto. Le obligó a permanecer donde tumbado donde lo había tirado. Su acompañante sacó unas pocas monedas de sus bolsillos y se las entregó.
-¿Y tú te burlabas de nosotros? –le dijo con desprecio mientras contaba la calderilla que le entregó. –Eres más pobre que nosotros, aunque te des esos aires de señorito. –Entregó las monedas a los niños que ya lo observaban con admiración. –Voy a darte una paliza por haber maltratado a los pobres.
Y elevó el bastón con la intención de descargarlo sobre el bribón, sin embargo, se detuvo con el grito que dio Venancio desde la penumbra:
-¡No lo haga, señor! ¡No merece la pena ponerse a su altura!
Todos se sobresaltaron con aquella misteriosa aparición. Venancio cruzó la calle y dirigiéndose al albañil, que blandía el bastón contra el pusilánime, le argumentó:
-Señor, si le golpea la noble defensa que ha efectuado por estos niños perderá todo su valor.
Hubo unos segundos de duda por parte de todos, hasta que el albañil bajó el bastón y le quitó el pie de la garganta al que mantenía tumbado. Hizo un gesto con la cabeza para indicarles que se marchasen. Ambos se dieron mucha prisa por salir corriendo antes de que el albañil se arrepintiese de su decisión y les propinase el pospuesto golpe.
En la calle quedaron ya solos los niños, Venancio y el albañil. Los cuatro se miraron y fue éste último el que rompió el silencio:
-¿Por qué me has impedido que les diese su merecido?
-No valía la pena perder ni un segundo de su tiempo con ese par de haraganes.
El albañil lo miró fijamente a los ojos antes de continuar hablando:
-Tú estabas escondido en la penumbra y, si no me equivoco, no has hecho nada por ayudar a los niños.
Venancio le aguantó la mirada.
-Quizá lo hubiese hecho si hubiese dispuesto de un bastón para poderles hacer frente.
Ambos continuaron sosteniéndose la mirada durante unos largos segundos hasta que el albañil le tendió la mano a Venancio amigablemente:
-Me llamo Salvador Masobrer.
-Yo soy Venancio.




sábado, 21 de abril de 2018

31 SESIÓN DOBLE




-¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Lo tengo!
Fausto agitaba un papel en la mano y gritaba con potente voz. Lo movía con tal ímpetu que semejaba que el trozo de papel fuese un ente vivo.
-Enrique… ¡Lo tengo! ¡Lo tengo! –Vociferaba emocionado. 
Corría por el pasillo con toda la potencia que sus cortas piernas le permitían.  Cuando llegó junto al director que se encontraba en uno de los laterales del teatro supervisando unas cajas de utillaje, tuvo dificultades para pararse y casi se cayó en sus brazos.
-Serénate, Faustito. ¿Qué es lo que tienes?
-El permiso. –Jadeó. –Tengo el permiso para poder estrenar mi obra. 
-Pero eso ya lo teníamos. –Le contestó Darqués sonriéndole.
-No, no me refiero al del ayuntamiento, sino al de la sociedad de autores. Me faltaba pagar el impuesto de butacas y ya ésta todo en orden. ¡Podemos estrenar ya!
Mientras hablaba se movía dando saltitos alrededor del director. Su estado de euforia le impedía permanecer quieto. En uno de esos inquietos movimientos saltó sobre uno de los peldaños de la escalerita que comunica el escenario con el patio. Perdió el equilibrio y se desplomó sobre una de las primeras butacas. Todos corrimos a socorrerle. Al caerse se quedó encajado dentro del hueco de uno de los asientos. Asomaban sus manos y sus zapatos como si se lo hubiese tragado la propia butaca. Para poderlo sacar de allí los maquinistas se vieron obligados a desmontar el asiento. El pobre Fausto se quedó lleno de magulladuras. Lo trasladaron a los camerinos donde, Carlota Planes, le reconfortó y calmó con una copita de coñac.
A pesar de que el permiso solucionaba gran parte de los impedimentos que tenían para estrenar, entre los planes del director no se encontraba la posibilidad de embarcarse en un costoso proyecto. El texto que Fausto había escrito estaba lleno de trucos muy caros a la hora de efectuarlos en la escena. La fuerte apuesta económica que suponía el hacerlo resultaba impensable en ese momento, la compañía, había acumulado muchas deudas durante la epidemia de gripe.
-Ahora no va a poder ser. Vamos a seguir con lo programado. –Ordenó el director. –Bartha necesitamos llenar el teatro durante todas las noches. 
El director, siempre obsesionado con la idea de vender todas las entradas, decía que sin el público no tenía sentido realizar el espectáculo porque, aunque las recaudaciones no eran muy elevadas, al menos, si se llenaba todo el patio de butacas, a la compañía le alcanzaba para poder pagar el alquiler del teatro y sobrevivir con lo que sobrase.
-No sé si lo conseguiremos. Has elegido una obra muy corta. –Le indicó Bartha al ver el texto que el director le mostraba. –Sólo dura tres cuartos de hora y los espectadores protestarán, nos abuchearán.
-No te preocupes que eso nunca nos va a ocurrir. Tengo preparada una sorpresa que dejará a todos con la boca abierta y con ganas de volver a la siguiente función.
Tanto Bartha como Darqués solían discutir acaloradamente en los ensayos previos de los espectáculos, y estos enfrentamientos siempre terminaban con la imposición del criterio del director.
-Sabes que tengo mucha experiencia teatral. He trabajado en otras compañías y sé que al público le gusta que las obras tengan una duración como mínimo de hora y media. –Insistió enérgicamente Edelmiro Bartha.
Y continuó refunfuñando durante un buen rato hasta que tuvo que darse por vencido y acatar la decisión del director.
-Venga, a trabajar que andamos retrasados en los ensayos.
 Y cuando ya todos se disponían a obedecer su orden un torrente de luz, procedente de la puerta principal del teatro, dibujó la silueta de un hombre que lentamente avanzó hacia nosotros. Arrastraba un gran maletín en una mano y en la otra sujetaba una caja de madera. Caminaba ladeado y con grandes esfuerzos para levantar tan sólo unos centímetros del suelo aquella enorme maleta. Llegó hasta el escenario. Con sumo cuidado depositó la caja de madera sobre el escenario, a continuación, le tendió la mano al director a modo de saludo. Éste se la estrechó.
-¿Dónde tenéis la cabina de proyección? –Su voz aflautada discordaba con su rostro tosco y apergaminado.
Sin esperar la respuesta de Darqués abrió la enorme maleta y aparecieron unos artefactos que nunca habíamos visto hasta entonces. El más grande de todos consistía en un armazón de madera con tres palos. Lo extrajo y con gran habilidad estiró cada una de las patas. El aparato se quedó a una altura de más de medio metro del suelo.
-Aquí no hay cabina, pero puedes colocarte en el palco central donde proyectarás sin la menor dificultad. –Le indicó el director.
Tomó la caja de madera que había depositado sobre el escenario y la transportó con sumo cuidado como si se tratase de una pieza de porcelana. Batiste y yo fuimos los encargados de trasladar aquel artefacto que el proyeccionista había montado y que denominó como trípode. Los maquinistas cargaron su maleta en una carretilla para poderla subir al primer piso con mayor facilidad. En su interior se hacinaban varias cajas metálicas redondas, bobinas y lentes de distintos tamaños que, con una agilidad pasmosa, el recién llegado, ensambló a la caja de madera. Como nos veía tan inquietos a su alrededor, el hombre de la voz aflautada, con una sonrisa, que afeaba su arrugado y apergaminado rostro, nos explicó que la máquina que guardaba en la caja de madera era un proyector de cine. Sin dejar de hablar abrió dos de las cajas metálicas, que guardaba en el interior de la maleta, y de ellas extrajo lo que semejaban ser unas canillas como las que se usan en las máquinas de coser, pero éstas mucho más grandes.
Una estaba vacía y la otra la movió y de su interior salió un trozo de material que engarzó dentro de la máquina con los dedos; lo hizo rodar hasta que quedó enhebrado con la otra canilla vacía.
-Esto se llama celuloide. –Adelantándose a responder a nuestra posible pregunta. –Este material guarda muchos secretos en su interior, pero no os preocupéis porque pronto os los descubriré.
Una vez montada la máquina extendió un gran cable y lo conectó a una de las clavijas de los generadores del teatro. Al instante apareció un chorro de luz. El hombre sacó una manivela de la maleta y la montó en uno de los laterales de la caja de madera. Con la mano la hizo girar a un ritmo constante lo que provocó que las dos grandes canillas se movieran acompasadas. Sobre el escenario apareció la imagen de un hombrecito vestido con unos pantalones muy grandes, una chaqueta raquítica y un sombrero de hongo en la cabeza que apenas cubría su abundante cabellera negra y rizada. Andaba con los pies abiertos y apoyándose con un bastón muy delgado y curvado. Lo hacía rápido y acompasado. Aquella forma tan peculiar me moverse resultaba muy graciosa.
-¡Bien! El ángulo de proyección es perfecto. –Dijo el hombre de la voz aflautada.
-Ya verás cómo todo sale de maravilla. –Respondió el director frotándose las manos. –Venga, Andreu y Batiste, a vuestro trabajo de repartir la publicidad por la ciudad. Esta noche estrenamos un espectáculo mixto. Decid a todos que en el teatro Ruzafa hay una sesión doble con cine y una obra de teatro.
Estábamos tan impresionados por lo que habíamos visto que nos costó reaccionar ante el requerimiento del director. Batiste se rezagó atándose la alpargata para poder ver un poco más de aquello. El personaje proyectado era tan gracioso que nos cautivaba con sus gestos y su forma de moverse, sin embargo, no tuvimos más remedio que atender a la orden del director y salir a recorrer las calles.
-Andreu, ¿tú habías visto algo así alguna vez? –Me preguntó Batiste cuando ya estábamos fuera del teatro. 
-Claro que sí. –Le contesté con rotundidad. –Es cine. Una vez, cuando acompañé a mi madre a su trabajo en el teatro Olympia, pude ver una película entera.
-¿Película? –Me preguntó.
-Sí, esa cinta que se desenrollaba se llama así.
Intenté hacerme el importante ante Batiste, sin embargo, yo tampoco sabía mucho de ello y lo disimulé diciéndole que no era el momento de hablar tanto, pues teníamos que hacer el trabajo que Darqués nos había encargado. Corrimos un poco para cruzar la calle y llegamos a la plaza donde había una gran muchedumbre.
Comenzamos a repartir la publicidad entre las mujeres que vendían flores y sus clientes, cuando divisamos a Fausto que agitaba la mano. Al principio pensé que era a nosotros a los que saludaba, pero luego me di cuenta de que no era así, sino que su saludo iba dirigido a dos hombres que vestían traje de chaqueta y corbata. Ellos también se acercaron hasta él. Un presentimiento cruzó mi cabeza. Tomé a Batiste por el brazo. Le indiqué que no hablase poniéndome el dedo sobre los labios. Nos escondimos entre los puestos de las flores para poderles observar con más calma.
-Disculpad que os haya citado aquí entre tanta gente, pero es que en la pensión nos pueden escuchar y eso sería un gran problema para mí. –Fausto hablaba precipitadamente.
-No te preocupes. Será mejor que nos vayamos a un sitio más tranquilo. –Le contestó uno de los hombres.
-¿Qué tal el Ideal room? –les propuso Fausto.
-Ni pensarlo –Contestó el otro hombre que hasta entonces no había dicho nada. –Ese bar está lleno de espías y de traidores. Lo mejor es que vayamos al que hay en la calle del Mar ese es más discreto.
Tanto Batiste como yo nos quedamos sobrecogidos. Aquella misteriosa reunión tenía visos de ser algo serio y Fausto pretendía mantenerla al margen de la compañía y, en cierta manera, también de nosotros.
Les seguimos hasta la puerta del bar. No podíamos entrar porque de haberlo hecho nos habrían descubierto. Desde la calle, a través de una ventana, pudimos ver cómo se sentaban en una mesa. Fausto hablaba muy acalorado. Movía mucho las manos como solía hacerlo cuando se ponía nervioso. Los otros hombres le escuchaban y asentían sin pronunciar palabras. En un momento dado, el hombre, que parecía ser el jefe, extrajo de su chaqueta unos papeles que tendió a Fausto. Éste los leyó. Los miró a la espera de algún comentario más, pero, ninguno de los dos, dijeron nada. El otro hombre le ofreció una estilográfica. Tras unos segundos de vacilación, Fausto, se decidió a firmar aquellos papeles. Se los devolvió y, a continuación, él sacó de su chaqueta otros que reconocí al instante, se trataba del texto de la obra de teatro que tanto deseaba estrenar. El hombre se guardó todo en el interior de la chaqueta. El otro hombre le entregó un sobre que Fausto abrió y del que asomaron unos billetes. Cuando salieron de aquel bar aún pudimos escuchar las últimas palabras.
-No estés preocupado, Fausto. Has hecho lo correcto. Nos vemos en el Principal.
Se separaron. Vimos como Fausto, con su peculiar pasito corto, corría en dirección a la plaza. Decidimos seguirle hasta la puerta de la Casa del Chavo, pero no pudimos entrar porque el portero nos lo impidió.
Tanto Batiste como yo decidimos no contar nada a nadie de la compañía, pero no por eso dejó de preocuparnos aquel misterioso acto que había terminado con un pago.
Cuando regresamos al teatro oímos unas carcajadas estruendosas que provenían del patio de butacas. Corrimos a ver qué ocurría y allí estaba toda la compañía, incluidos los tramoyistas y ayudantes, viendo la película de aquel personaje de anchos pantalones.
Batiste y yo nos sentamos a contemplar los movimientos de aquel hombrecito delgadito y divertido. En la película encarnaba a un mozo de tramoyista que, a pesar de su aspecto enclenque, se encargaba de todos los trabajos porque su jefe, un gordo haragán, dormitaba sentado en una silla sin hacer nada. La risa es contagiosa y pronto nos reímos también. En la película, el hombrecito de los pantalones anchos corría de un lado a otro. En un momento dado entró en lo que parecía ser un plató de cine donde se filmaba una película cómica. Dos actores se lanzaban tartas intentando esquivarlas. El gordo haragán de su jefe que le había seguido y mientras le gritaba que saliese de allí también recibió una tarta en toda la cara. Enfadado tomó una de la mesa y se la lanzó al hombrecito, pero éste la esquivó. Comenzó una guerra de tartas entre ellos. La película terminó con el hombrecito que besaba a una muchacha. Todos aplaudimos. Se encendieron las luces del teatro. En las butacas delanteras se encontraba Bartha y la duquesa Ivanoff y junto a ellos el director acompañado por un señor que nunca había visto hasta entonces.
-Es muy divertida. Seguro que a tu público le gusta. –Le dijo ese hombre a Darqués. –A ver si el cine gusta más que tu función. –Bromeó.
-¡Imposible! –Le respondió el director con ímpetu. –Nunca ganará una película a una representación en vivo.
-Yo no lo afirmaría con tanta rotundidad. –Insistió aquel hombre vetusto. –Tengo muchos años y he visto muy cosas extrañas que nunca hubiese imaginado.
Darqués parecía molesto por los comentarios de su invitado. Me sorprendió verle así y fue la duquesa la que medió entre ambos con unas palabras de halago para evitar una discusión.
-El teatro tiene su espacio asegurado. El cine deberá ganárselo. –Afirmó la rusa. –Mientras tanto, nosotros nos serviremos tanto de uno como del otro para realizar nuestro trabajo.
Aquellas aseveraciones, hechas con tanta contundencia por Natasha, debieron de contentar a ambos dado que no hubo réplica por parte de ninguno de los dos.
En la taquilla se logró colgar el cartel de: ‘No quedan localidades’. El director estaba contento, pero nosotros aún lo estábamos más porque eso significaba que nuestro trabajo publicitario había funcionado.
Entre el público se encontraba mi hermano Salvador. Me sorprendió verle porque nunca había venido al teatro, pero más tarde comprendí el motivo que le había arrastrado hasta allí. Me saludó con una caricia en la mejilla y, a continuación, se dirigió hacia el segundo piso. Había comprado las entradas más baratas. Ese lugar era conocido popularmente como el gallinero. Allí se colocaban los más pobres porque las entradas sólo costaban unos pocos céntimos. Aquella noche el teatro se llenó por varios motivos y uno de ellos fue porque se habían bajado mucho los precios y, además, se encontraba el aliciente de que se proyectaban películas junto con la representación.
-Esto que has hecho no está bien. –le advirtió el hombre enjuto al director. –Los demás protestarán y tendrán razón.
-Lo sé, Luis –Le respondió el director. –Pero me he visto obligado a hacerlo. Si no conseguía vender todas las localidades me habría visto en un gran problema económico. Mi compañía ha sufrido mucho y ellos dependen de mí.
-La Hermandad te habría ayudado como lo ha hecho en otras ocasiones. –Le respondió el hombre anciano.
-Les estoy muy agradecido, pero prefiero solucionar esos problemas por mí mismo.
Ambos conversaban cerca del escenario sin reparar en nuestra presencia. Darqués indicó, a aquel hombre, que le acompañase hasta el palco situado junto al proyector de cine. Vi cómo se acomodaban y pensé que era el mejor momento para contarle al director lo sucedido entre Fausto y aquellos hombres, sin embargo, la presencia del anciano me detuvo.
-¿Qué hacemos? ¿Se lo contamos o qué? –Me preguntó Batiste que parecía leer mis pensamientos.
Pero en ese instante no pude contestarle porque se apagaron las luces del patio de butacas y Bartha salió a escena.
-Respetable público, esta noche, en el teatro Ruzafa, se va producir un espectáculo insólito y lleno de sorpresas. La compañía que dirige Enrique Darqués quiere ofrecerles una combinación de cine y teatro y, para ello, se proyectarán unas cuantas películas del más rabioso cine moderno y les prometemos que, después de un breve descanso, habrá una escalofriante representación de la obra de terror: ¡Al teléfono! –Carraspeó un poco antes de proseguir. –Toda la compañía y la empresa del teatro espera que disfruten del espectáculo que les vamos a ofrecer.
El público aplaudió a las palabras de Bartha que se escondió con rapidez.
Se descorrieron las cortinas y un telón completamente blanco sirvió para proyectar las películas. Las carcajadas del público no se hicieron esperar y con ellas los aplausos. Batiste y yo nos colocamos en el primer piso, junto al proyector, para poder verlas. Desde allí no sólo podíamos ver la película, sino que también había una buena perspectiva del patio de butacas. La gente se reía tanto que casi era más divertido verles a ellos riendo que contemplar las locas aventuras de aquel hombrecito de ropa estrafalaria.
Llegó el descanso y se encendieron las luces. El proyeccionista nos dijo que vigilásemos su material que iba a descansar un poco. Batiste y yo nos colocamos en el pasillo para vigilar la puerta de acceso al palco y evitar que nadie pudiese entrar. Darqués salió del palco contiguo y se dirigió hacia las escaleras donde se cruzó con Natasha Ivanoff. La duquesa vestía toda de blanco con un sombrero de media ala sobre la cabeza. Estaba radiante. Aquella mujer aparecía en los momentos más insospechados. El director le dirigió unas palabras que no pudimos escuchar. Ella asintió y se encaminó hacia el palco que había abandonado Darqués. Nos sonrió, aunque en su cara se notaba una sombra de tristeza.
-Mi querido Luis, vengo a hacerle compañía, si no le molesta mi presencia. Espero que haya disfrutado de las películas, pero ya sabe que…
No alcanzamos a escuchar más porque cerró la puerta tras de sí.
Se escuchó a uno de los tramoyistas que anunciaba el comienzo de la función. El público comenzó a regresar a sus asientos. El proyeccionista tardaba. Comenzamos a impacientarnos.
-Batiste, ve a buscar a este hombre a ver si le ha pasado algo. –Le pedí a mi amigo.
Me obedeció. Corrió hacia las escaleras. No tardó mucho en regresar jadeante y bastante alterado, aunque no me extrañó porque era muy habitual verle así.
-¿Lo has encontrado? –Le pregunté antes de que pudiese hablar.
-Sí, lo he visto. Está fumando en el callejón en compañía de…
No pudo terminar de decir la frase porque se escuchó un estruendo impresionante procedente de la calle.
Cesó el murmullo del público que se acomodaba en las butacas. En ese instante, alguien entró y gritó.
-La policía ha detenido a Aurelio Retalls y su banda.
Como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, salieron a la calle para ver qué ocurría. El teatro se quedó vacío en unos minutos. Yo no sabía muy bien qué hacer. No podía moverme de allí porque me habían encargado custodiar el material del proyeccionista, pero la curiosidad me animaba a abandonar mi puesto. Casi lo iba a hacer cuando se abrió la puerta del palco contiguo y salió la duquesa que hablaba con el caballero enjuto:
-Algún día lo atraparán, pero no creo que la Hermandad lo permita en este momento.