lunes, 31 de julio de 2017

NO ESCRIBAS MENTIRAS SOBRE MÍ




A ella le extrañó que su sola presencia no le sonrojase. Él bostezó y actuó como si ella no estuviese. No mostró ningún interés. Desnuda, como estaba, dentro de aquel estanque artificial, y no le echó ni una mirada. Colocó los nenúfares donde le había dicho el regidor y nada más.
Se sintió dolida en su orgullo de conquistadora y le molestó su actitud. Estuvo a punto de gritarle que lo que debía hacer era mirarle y ruborizarse como hubiese hecho cualquiera, sin embargo se contuvo. Él se limitó a cumplir las órdenes que le habían dado como si ella fuese parte del decorado de aquella película. 
Cuando se terminó el rodaje de la torpe escena él desapareció. Ella preguntó quién era ese joven que no se había interesado por su belleza. Nadie lo conocía. 
Al día siguiente, miró por todos los rincones del plató, pero no lo encontró. Se enfureció, aunque, a los pocos días, ya se le había olvidado por completo el incidente. A pesar de todo, cuando volvió a verlo le reconoció inmediatamente. Él cargaba un mueble en una de las furgonetas. Ella lo miró con descaro. Se acercó hasta él. Cualquier excusa era perfecta. Le preguntó por el director de la película. Él se volvió para saber quién le preguntaba y al ver que era ella le contestó un escueto ‘no’ y continuó con su tarea.
¿De dónde ha aterrizado este lerdo? Ella se enfureció por el escaso interés que le demostró. Una actriz en boga como ella y todos se morían por hacerse una fotografía con ella y este patán no mostraba ningún interés.”
El novelista se detuvo un instante y pensó que quizá no resultaría creíble la historia que estaba escribiendo. Se reprochó su ocurrencia al  narrar una relación, entre una actriz y un insignificante joven ayudante de escenografía. Eso no iba a interesar a nadie, pensó. 
Reflexionaba estos detalles cuando sonó el teléfono. Contestó y mientras hablaba miró de soslayo la pantalla del ordenador; tuvo la  sensación de que lo que había escrito estaba siendo modificado.  Rápidamente colgó el teléfono. Al instante, la pantalla se oscureció en modo descanso. El escritor dio un golpecito al ratón para activarlo e, instantáneamente, el texto escrito reapareció. Leyó. No había cambiado nada. Estaba todo tal como lo había dejado antes de la llamada telefónica. Miró el reloj. Era muy tarde. Decidió apagar el ordenador. Necesitaba descansar.
Al día siguiente, madrugó para poder trabajar con el silencio que solía reinar en la casa a esas horas. Al entrar en su despacho encendió la lamparilla de la mesa y sobre el teclado del ordenador encontró una pequeña nota caligráfica que decía escuetamente:
No escribas mentiras sobre mí.
La escritura era bastante clara, aunque de una mano temblorosa. Junto a la frase había una mancha de tinta de una estilográfica. El novelista observó el trozo de papel con detenimiento. Se trataba de un billete de transporte ferroviario fechado el 27 de octubre de 1967. El autor o autora del anónimo lo había reutilizado por la parte de atrás. Miró aquel tique concienzudamente y, a continuación, lo volvió a depositar sobre la mesa. Se sentó y encendió el ordenador para continuar con el texto que estaba redactando. Abrió el documento y releyó lo escrito. Se sorprendió cuando comprobó que la última frase coincidía con la que estaba escrita en la nota anónima. No recordaba haberla escrito. ¿Quién había accedido a su sesión de trabajo y fue, entonces, cuando escuchó, justo detrás de él, una voz que le susurró:
No escribas mentiras sobre mí” 
En la penumbra del pasillo se adivinaba la figura de una mujer.
-¿Quién eres? –le preguntó entre sorprendido y abrumado.
La mujer salió de la sombra hasta quedar frente a la luz de la lamparilla que iluminaba la mesa.  Iba vestida de negro y ocultaba su rostro con unas grandes gafas de sol.
Habló con una vocecita melodiosa y almibarada que semejaba ser la propia de una niña. Ella insistió en que no le gustaba cómo la estaba describiendo. Afirmó que no era presumida ni ególatra. Continuó hablando como si fuese la protagonista de lo narrado. Se justificó por el despecho demostrado hacia el joven. Habló de lo que significaba ser una gran actriz durante los años sesenta y que la fama de frívola y de diva sólo era una fachada. 
El novelista observó a la fantasmagórica mujer con detenimiento, además de las gafas oscuras que ocultaban su rostro, todo su cuerpo se escondía detrás de un vestido negro así como las manos que protegía con unos guantes tupidos a pesar del intenso calor del verano. Sus ropas eran más propias de la década de la que hablaba que de la actual. Casi sin proponérselo asoció la fecha del billete de tren con su aspecto anacrónico. Ella debió adivinar algo, pues cesó de hablarle y retrocedió hacia la oscuridad de donde había surgido. El escritor intentó seguirla, pero hizo un movimiento demasiado rápido y se enredó con el cable de la lamparilla que tiró al suelo. Fue, en ese el instante, cuando la intrusa desapareció. Se desvaneció.
Durante todo el día no consiguió escribir ni una línea. Le parecía que todo lo que imaginaba era insulso y falto de sentido. Decidió cerrar el ordenador y salir a la calle para pasear, quizá así le regresaría la inspiración.
Caminó sin rumbo pensando en aquella mujer misteriosa. Sin darse cuenta se encontró a las puertas de la biblioteca. Un impulso misterioso le animó a subir hacia la sección de publicaciones periódicas. Entró en la sala. Recordó la fecha del billete de tren: 27 de octubre de 1967. A la joven que estaba en la sala le preguntó cómo podía consultar la prensa de los años sesenta. No sabía muy bien qué le impulsaba a buscar información sobre la aparición de aquella misteriosa mujer. 
Miró todo el periódico, incluida la sección necrológica, pero ninguna una noticia le proporcionó nada sobre ella hasta que tuvo la idea de que debía mirar en fechas posteriores a la de ese día, quizá la noticia fue en fechas posteriores. Y así era. En las primeras páginas se narraba la fatídica noticia de la  trágica muerte de la gran actriz de cine llamada Isidora Larrea. Leyó todo lo que concernía al suceso y en todos los periódicos coincidían sobre las extrañas circunstancias que rodeaban al fatídico hecho. Según la nota de prensa, la actriz apareció muerta en las vías del tren. El escritor intentó relacionar la nota de prensa con las palabras de la misteriosa mujer, pero nada parecía tener lógica. Casi había concluido la búsqueda cuando, al cerrar el periódico, vio una fotografía de la muerta. 
¡No era posible! Era la mujer que le había visitado el día anterior con las mismas gafas oscuras que cubrían su rostro, el mismo traje, incluso, el mismo par de guantes.
Cuando salió de la biblioteca se encontraba aturdido. Le resultaba imposible creer que una muerta hubiese ido a visitarle. Aquello sólo ocurría en las películas y no en la realidad.
Durante toda la semana estuvo dándole vueltas al tema hasta que decidió descartar ese argumento. Cerró el documento y ya no lo volvió a abrir.
                                                            * * *
Si éste fuese un relato americano el novelista no descartaría la imagen de la muerta que atraviesa la realidad para reclamar su silencio, sin embargo, no fue así. Pasó el tiempo y el escritor mantuvo su secreta promesa a la actriz y tampoco se lo contó a nadie. 
Muchos años después, en una sala de una filmoteca, se programó un ciclo dedicado a la actriz Isidora Larrea. El escritor acudió al pase de la última película que ella rodó. Se sentía muy inquieto tanto que en un arranque de sinceridad, a mí que me encontraba sentada a su lado, me narró el hecho, pero , al final, arrepentido me rogó:
"No lo escribas, quizás digas alguna mentira sobre mí."

viernes, 21 de julio de 2017

EL HOMBRE DEL SACO



Siempre pensé que mi prima era una exagerada. A ella le gustaba contarnos historias de apariciones de muertos sin cabeza que acosaban a los niños por las noches, pero yo no le prestaba mucha atención porque me parecían estupideces sin sentido, sin embargo, aquel día, logró inquietarme con la historia del misterioso hombre del saco.
Ese verano, por ser la mayor de todos, se tomó la tarea de ser la responsable de cuidar a los más pequeños. A los tíos y a nuestros padres les pareció correcto, pero a mí no me gustó la idea pues su afán por contarnos relatos que nos asustasen no era de mi agrado. Nuestros padres estaban convencidos de que cuando nos sentábamos en el porche era porque nos narraba historias divertidas, pero lo que no sabían era que trataban de seres monstruosos, con deformidades o que tenían la cualidad de convertirse en animales que podían tragarse algún que otro niño de un solo bocado. Al principio, pensábamos que todo se lo inventaba para hacernos reír, sin embargo, cuando contó el cuento sobre un misterioso personaje que aparecía por los caminos cargado con un gran saco aparentemente vacío y que hacía desaparecer las cosas cuando las introducía dentro de él, comencé a temblar. Todos estábamos callados escuchándole y fui yo la que le interrumpió para pedirle que no nos contase ese cuento sino otro de príncipes encantados y princesas hermosas, pero mi primito me acusó de ser una miedica y que le interrumpía cuando el relato estaba en su mejor momento. Mi prima prosiguió con la narración sobre el hombre del saco que no sólo se contentaba con llevarse ocas y libres, sino que también cargaba con niños y niñas que hacía desaparecer en la oscuridad de un saco sin fondo. No lo soporté más. Me levanté y me marché. Mi prima me gritó que me quedase que me prometía que el final sería bonito, pero ya no regresé.
Aquella noche tuve muchas pesadillas; me desperté llorando y gritando que no quería que me llevase el hombre del saco. A mis sollozos acudió mi padre que me preguntó por qué tenía tanto miedo y fue, entonces cuando le conté la tortura a la que nos sometía nuestra prima. Aquella exagerada todas las noches nos prometía contarnos relatos divertidos y sólo conseguía asustarnos con historias como la del hombre del saco quien hacía desaparecer a los niños. Mi padre, al verme tan asustada, me prometió que mi prima no volvería a contar ninguna historia de espanto, pero antes me demostraría que todo era falso porque él conocía al hombre del saco y era su amigo. Después del desayuno me tomó de la mano y me llevó a dar un paseo por la huerta. Mientras caminábamos por los senderos me describió la belleza de los árboles y de los pájaros que nos cantaban, con ello logró que sonriera y me olvidase de mis temores. De pronto nos encontramos enfrente de una casa donde había un hombre sentado a la puerta. Nos acercamos. Mi padre lo saludó con esa luminosa sonrisa que tanto me gustaba ver en su cara. Aquel hombre tenía en la mano una aguja muy grande y con ella cosía unas telas que dijo que eran de yute. Mi curiosidad hizo que le preguntase qué estaba haciendo a lo que me contestó que cosía sacos. Al oír aquella palabra me asusté pues pensé que mi padre me había llevado a la casa del hombre del saco y que ahora éste me haría desaparecer. Debió de notar mi espanto porque el hombre sonrió y abrió el saco que tenía entre las manos y me mostró que se veía el suelo a través de él. A continuación, tomó uno pequeño que tenía junto a él y me lo regaló. Me aseguró que con él podría hacer toda la magia que pudiese imaginar, pero sólo debía cumplir una condición era decir la palabra mágica: ‘Abracadabra’.
El regreso a casa fue distinto. Estaba más contenta porque ya sabía qué contestarle a la exagerada de mi prima cuando se burlase de mis miedos.
Como todas las noches nos reunimos en el porche y antes de que mi prima comenzase a hablar le interrumpí para decirles que ese día había conocido al hombre del saco y se quedaron boquiabiertos cuando les mostré el saco que me había regalado. Lo abrí y dándole la vuelta les dije que no existía ningún saco que pudiese hacer desaparecer cosas y menos a los niños.  Mi prima me interrumpió para burlarse de mí pues dijo que ese saco era muy pequeño y que el que llevaba el hombre era tan grande como yo. No le dejé terminar la palabra pues se lo puse por encima de la cabeza y dije:
-Este saco es mágico y con él haré que desaparecer todas las historias de monstruos que nuestra prima tiene en la cabeza por otras historias bonitas que nos contará. Contaré hasta tres y 'Abracadabra'.
Y cuando se lo quité mi prima tenía una cara de enfado que nos hizo reír a todos. El saco que me había regalado aquel hombre había hecho su efecto.




sábado, 8 de julio de 2017

18 REGRESO AZAROSO



Zaragoza, 28 de mayo de 1934

«Querido Sasha:
Ya no puedo seguirte. Sabes que siempre te he ayudado en todo lo que ha estado a mi alcance, pero ha llegado el momento de que nuestras vidas se separen por completo. He tomado una decisión. Espero que tú también sepas actuar en consecuencia.
Recibe un abrazo de tu hermana que siempre te querrá.»
La Duquesa Natasha Ivanoff

Esta breve nota fue lo único que Sasha encontró sobre la mesa de la habitación. Comprendió que nunca más volvería a ver su hermana. Sabía que de nada serviría buscarla pues, aunque dedicase todo su empeño en seguir su rastro pues era una experta en esconderse. Ella misma le había enseñado cómo borrar sus huellas, pero, como mujer astuta que era, resultaría una pérdida de tiempo buscarla. Recordó que la experiencia le había enseñado a ser cautelosa y guardar, al menos, una vía de escape ante la adversidad.
Sasha se había refugiado en su cuarto huyendo de sus perseguidores. Debía salir de Zaragoza si quería salvar la vida. Escuchó durante un buen rato hasta que oyó los ronquidos del inquilino de al lado. Abrió la puerta con sumo cuidado y salió al rellano, a continuación, se asomó por el hueco de la escalera para cerciorarse de que nadie le esperase en la penumbra. Permaneció unos segundos expectante, sin respirar adecuando su vista a la poca luz que había. Cerró la puerta sin hacer ruido y evitar despertar la curiosidad de ningún inquilino. Bajó los primeros escalones mientras agudizaba el oído a la espera de descubrir algo que justificase su extremada cautela. Nada. No se oía nada. Continuó su descenso más propio de un felino que de un humano. Le quedaban pocos peldaños para alcanzar la puerta cuando una sombra salió de la penumbra y, con suma rapidez, le cortó el paso propinándole un fuerte golpe que le tumbó de inmediato.
Cuando despertó se encontraba atado de pies y manos. Permanecía tendido en el suelo. Sólo acertaba a ver un zapato negro que apuntaba amenazadoramente a su boca.
-Ya has despertado, bello Sasha. Espero que te encuentres en disposición de hablar y decirnos dónde se encuentra tu querida hermana la duquesa.
Aunque no podía verle la cara la voz le resultó familiar. Sasha comprendió que era su fin.
Lo siguiente a esas palabras ya se confundió junto a otras voces que le hablaban y gritaban al ritmo de los golpes que le propinaban. En su cabeza sólo se barajaba una idea y era que nada podía decir porque nada sabía de ella salvo la nota que había encontrado sobre la mesa del cuarto.
Al día siguiente, unos trabajadores encontraron el cuerpo de Sasha con visibles indicios de haber sido asesinado a golpes, en la cuneta de una carretera.
* * *
Natasha sabía que le seguían de cerca. No sólo los temía, sino que intuía que su vida correría verdadero peligro si se dejaba atrapar. No quiso pensar en su hermano. Se sentía traicionada por él por haberla apartado de su nueva vida con aquel engaño. Nunca más volvería a pensar en él. Sabía que era lo suficientemente valiente y astuto como para lograr escapar del embrollo en el que se había metido. Ahora lo único que le importaba era librarse de sus perseguidores. Debía centrarse en su huida y regresar a Valencia, la única ciudad donde se había encontrado segura desde que volvió de Valparaíso. Su instinto de fugitiva le previno de la posibilidad de tomar el tren, a pesar de ser la mejor forma de viajar, pero para ella no era la más segura en ese momento. Tampoco podía subirse a un autobús porque allí tenía menos maniobra para escapar en un momento dado. Estuvo sopesando la posibilidad de robar un coche con el que poder salir de la ciudad, pero eran tan pocos y tan controlados los que circulaban que la habrían detenido al instante. Mentalmente calculó las oportunidades de escapar a pie tenía y pensó que aún eran menos que con un vehículo, pero, si era preciso, lo haría. No le importaba el medio sino la forma de lograr su empeño.
Escondida en una esquina se atusó el cabello, como solía hacer cada vez que pensaba algo importante, y calibró la estrategia a seguir. En ese instante le sacó de su ensimismamiento el relincho de uno de los caballos de tiro de los carreteros que descargaban las mercancías a las puertas del mercado zaragozano. Sí, pensó, ese es un buen transporte, pero para ello debía encontrar al carretero adecuado. Y entonces se fijó en ella. Era la única mujer que descargaba cajas de un carro. Por el espacio de unos minutos la observó y le pareció fuerte y decidida. Vestía unos ropajes de luto. Pensó que tal vez fuese viuda. Con discreción, la duquesa se acercó hasta ella. Era más joven de lo que aparentaba.
-Buenos días. –Le saludó con una amplia sonrisa. –Debo pedirle un favor.
La mujer se paró en su trabajo y miró a Natasha de arriba abajo.
-Usted dirá, señora.
Natasha desplegó sus artes para urdir la mejor de las mentiras que pudiese fabricar en ese instante.
- Necesito salir de Zaragoza. Mi marido me persigue.
Aquella mujer le observaba sin decir nada. Natasha prosiguió.
-No puedo viajar ni en tren ni en autobús. Si usted pudiese sacarme de la ciudad discretamente en su carro... Tengo suficiente dinero. Le pagaré el doble de lo que me pida.
La mujer tardó aún varios segundos en contestarle, pero cuando habló lo hizo con un tono claro y decidido.
-Escóndase en ese rincón mientras termino mi trabajo. Saldremos en un cuarto de hora. Esté atenta a la señal que le haré con el azote del caballo. Sólo se la haré una vez. Entonces se montará en el carro y se cubrirá con una de las lonas.
Natasha hizo todo lo que le ordenó. Se escondió en la penumbra del rincón que le había indicado y observó la soltura con la que sacó el animal de entre el resto de los carros que se agolpaban alrededor de la entrada. Cuando ya estuvo en disposición de poder salir al camino, la mujer chasqueó el látigo en dirección al escondite de la duquesa. Natasha con agilidad felina saltó al pescante del carro y se acurrucó entre unas cajas vacías, a continuación estiró una lona y se cubrió completamente con ella. Tenía que confiar en ella plenamente así que se dejó llevar por el balanceo del carro.
Aquella mujer era de pocas palabras, al menos esa fue la sensación que tuvo durante todo el trayecto, pues casi no contestaba cuando la saludaban los otros carreteros con los que se encontraba en los cruces de caminos.
-Ya hemos salido de la ciudad. Puede descubrirse y tomar un poco el aire.
Natasha sacó la cabeza y vio a la mujer sentada sobre una tabla empuñando las riendas con vigor.
-La ciudad hace un rato que la hemos abandonado, pero he querido cerciorarme de que no nos seguía nadie. –Ató el ronzal y echó mano de un zurrón que mantenía entre los pies. -¿Tiene hambre?
Compartieron un trozo de pan, queso y chorizo y ambas bebieron de un botijo de agua fresca. Aún tardó unos minutos más en iniciar lo que parecía ser una conversación.
-Dicen que algún día arreglarán el camino, pero mientras tanto...
Natasha no le contestó sino que esperó a que volviese a ser ella la que rompiese el silencio.
-Hoy hace un mes que murió mi hermano. Los militares se lo llevaron a la fuerza y eso que estaba desde hacía varias semanas enfermo en la cama. No creyeron la palabra de mi padre. Pensaron que meterse en la cama era una treta para evitar la milicia. No se tenía en pie cuando lo cargaron al camión entre dos soldados.
Volvió a hacer un silencio que la duquesa temió romper.
-No duró ni dos días en el cuartel. Todos sabíamos qué ocurriría lo peor. Ni padre ni mis hermanas no pudimos hacer nada. –Hizo una pausa larga hasta que volvió a hablar como si lo hiciese para ella misma. –Cumplí la promesa que me obligó a hacerle.
-¿Qué le prometió? –Se atrevió a preguntarle Natasha.
-Que una vez muerto lo llevaría al pueblo para enterrarlo. Cuando lo cargaron al camión él sabía que se moría y por eso me hizo prometérselo. Fui al campamento militar y hablé con el capitán. Reclamé su cuerpo. Lo cargué en el carro y yo misma lo llevé al cementerio de nuestro pueblo. Allí lo enterramos junto a nuestra madre. Cumplí mi palabra. –Volvió a sumirse en un largo silencio del que salió como si despertase. –Desde entonces padre no ha salido de casa. El dinero se acaba. Alguien debe trabajar. Mis hermanas son lavanderas. No sirven para esto. No dejaré que nos muramos de hambre. Mi padre saldrá de ésta. Estoy segura de ello. Ya le ocurrió cuando murió madre así que ahora también lo superará. Lo sé.
El silencio que sobrevino a aquella especie de confesión heló los ánimos de Natasha que no se atrevió a interrumpir el mutismo en el que se sumió aquella mujer.
Transcurrieron varios kilómetros en silencio hasta que en el camino se adivinó la silueta de un carro. La duquesa se inquietó, pero aquella mujer, que dijo llamarse Pilar, con un gesto con la mano le tranquilizó.
-Es un conocido. No hace falta que se esconda. Yo hablaré.
Aceleró el ritmo de su jaco y se puso a la altura del carro divisado. Fue ella la que comenzó a hablar.
-Demetrio atas en corto a tu yegua y por eso no puede contigo.
Y a partir de ese instante ambos entablaron una conversación extraña, llena de sobreentendidos en la que Natasha se limitó a guardar silencio. Poco después, Pilar azotó a su jaco para que éste acelerase su marcha y así separarse del carretero que quedó unos metros detrás de ellas.
Lentamente lo perdieron de vista. Daba la sensación de que el carretero pretendía ralentizar el paso de su animal. Pilar, la moza, se sumió en el silencio otra vez. Caía la tarde cuando volvió a dirigirle la palabra a la duquesa.
-Debemos parar y descansar al caballo.
Natasha, a pesar de su vivacidad, no se atrevió a preguntarle cuál era el rumbo que llevaban. Había confiado plenamente en aquella discreta mujer. Se encontraba completamente desorientada.
-Vamos a Huérmeda. Está cerca de Calatayud. Debemos dejar descansar a mi jaco Romera que lleva mucho camino andado. Nos cobijaremos bajo esos algarrobos y descansaremos unas horas.
Y desenganchó el carro y dejó que el animal se colocase junto a unas matas para comer y descansar. Entre las dos extendieron una de las lonas bajo un de los algarrobos y sentadas comieron del zurrón hasta terminar con las viandas.
Natasha, un poco más animada le contó algo de su infancia transcurrida por los caminos montada en un carro huyendo de la revuelta rusa y de los salteadores de caminos.
-Aquí no hay ladrones de camino. Puede estar tranquila.
El cansancio venció a Natasha que cuando despertó era ya noche cerrada. Pilar había vuelto a aparejar al jaco a su carro y se disponía a recoger la lona.
-Son las tres de la madrugada. A las siete estaremos en el pueblo.
Las dos se montaron al carro, pero oyeron el motor de lo que debía de ser una motocicleta.
-Sooo Romera. –Tiró de las bridas. –Será mejor que esperemos un poco. –No dio ninguna otra explicación.
Natasha se puso tensa. Pensó que alguien les había seguido desde Zaragoza. Iba a hablar cuando Pilar le hizo un gesto indicándole que guardase silencio. Se escucharon voces. Prestaron atención y alto y claro se pudo oír como pronunciaban el nombre de Demetrio, a continuación se oyó un disparo y un grito desgarrador. Arrancó el motor de la motocicleta. Pudieron escuchar perfectamente cómo se alejaba de donde estaban ellas. Aún tardaron una media hora más en arrancar. Salieron a la carretera, pero no tomaron la misma dirección.
-Vamos por otro atajo. Mejor no ver nada y tampoco hemos oído nada.
La duquesa no preguntó por ese cambio, pero comprendió la prudencia de la moza.
Con las primeras luces de la alborada se adivinaron las casas de la aldea junto al río Jalón. El semblante de Pilar cambió adivinándose una mueca de alegría. Al instante apareció un chico montado en una bicicleta.
-Dios te guarde, Pilar. –Le saludó el mozo. –¿Has tenido buen viaje? Veo que vienes con compañía.
-A la paz de Dios, José. –Le saludó ella. –Bueno, los ha habido mejores.
El mozo se enganchó del lateral del carro y dejó de pedalear arrastrado por la fuerza del animal.
-¿Sabes lo de Demetrio? –le dijo olvidándose de su acompañante. –Le han pegado un tiro a bocajarro. Lo han encontrado dentro del carro muerto.
Pilar no contestó ni la duquesa tampoco.
José se separó del carro cuando entraban en la calle principal del pueblo. El caballo aceleró el paso como sabiendo que su pesebre estaba cerca.
-Pronto me casaré con él, pero aún no puede entrar en casa porque a padre no el ha pedido permiso.
Esa fue la única explicación que dio aquella peculiar mujer.
Natasha fue presentada al cabeza de familia y las hermanas. Se le dio de cenar y una cama limpia para descansar.
-Esta tarde la llevaré a Calatayud donde podrá tomar un autobús camino de Sagunto. No debe temer nada. El conductor es de fiar. –le explicó la muchacha con lo que parecía ser un esbozo de sonrisa.
Natasha le ofreció unos billetes que ella rechazó.
-Guárdeselos que le harán falta.
-Insisto. –Dijo la duquesa. –Usted ha sido muy buena conmigo. Quiero pagarle el viaje.
La moza le miró a los ojos intensamente y ante el ruego de la duquesa sólo tomó el valor de lo que era la comida.
-Ya estamos en paz.
El viaje a Calatayud resultó ser un suspiro. Cuando se bajó del carro casi no tuvo tiempo de despedirse de Pilar que azotó a su caballo Romera para alejarse lo antes posible de allí.
Según le contó Natasha Ivanoff a Edelmiro Bartha la decisión de aquella mujer le salvó la vida.
-¿En el autobús no tuviste miedo? – Le preguntó Bartha mientras la abraza.
-No, por alguna extraña razón que no sabría explicarte tuve la sensación de haberme alejado de mis perseguidores para siempre.